Arriero
El
arriero avanzaba penosamente por el sendero conduciendo a su recua de animales
prácticamente a ciegas. La espesa lluvia creaba un manto denso e impenetrable
que impedía al hombre ver más allá de un par de metros de su propia nariz. En
circunstancias normales se habría detenido allá donde estuviese, resignado a
sufrir el aguacero, por temor a que uno de sus animales trastabillara y se
rompiera una pata. Pero sabía que no podía estar lejos. En la aldea le habían
indicado cómo llegar a la mansión de un próspero terrateniente que podría estar
interesado en su mercancía. Transportaba buen cuero y útiles de calderería,
siempre necesarios en un palacete. Por no hablar de tallas en madera noble y
otras chucherías que podían hacerle ganar un buen pellizco. Pero lo que más le
importaba en ese momento era que, aunque no comprasen sus enseres, a buen
seguro le proporcionarían cobijo y un plato caliente.
Cuando
el hombre ya temía haberse perdido en alguna de las bifurcaciones y pensaba que
debería pasar la tarde (y quizá la noche) padeciendo las inclemencias de la
intemperie, el sendero se abrió en un claro. Pero lo que hizo sonreír al
arriero fue la tenue luz que divisaba a través de la lluvia, que le hizo pensar
en pan, sopa de ajo y calentarse ante una chimenea. Unos pasos más descubrieron
ante él, la inmensa masa de un caserón construido en madera. La densa lluvia y
la luz que se filtraba a través de los postigos cerrados de las ventanas le
daban una apariencia ominosa y fantasmagórica, pero probablemente cualquier lugar
la tendría en aquellas circunstancias. Desde luego no era lo que se esperaba
cuando le hablaron de una mansión y sus esperanzas de venta disminuyeron, pero
no así su ansia de refugio. Al menos, junto al edificio principal había un
pequeño establo en el que podría dejar a las mulas.
Voceó
el arriero, anunciando su presencia, pero nadie le contestó. A pesar de su
natural prudencia, la gélida lluvia que aguijoneaba su cuerpo y un incipiente
dolor de garganta le ayudaron a decidirse a entrar en el establo sin ser
invitado. Liberó a las mulas de carga y correajes, salió del establo y cerró la
puerta tras de sí, decidido a volver para alimentar y abrevar a los animales
tan pronto se hubiera presentado al señor de aquella casa. Mientras caminaba
rápidamente el corto trecho hasta la puerta del caserón reparó en el
deteriorado estado de la finca. Maderas desvencijadas, cuando no podridas, los
postigos de las ventanas agrietados... No pudo evitar sentir pena al pensar que
muy pobres tenían que ser, en verdad, los aldeanos para confundir aquello con
una mansión. Por supuesto, parte de su tristeza se debía también a constatar
que no haría tan buen negocio como había esperado.
Llegó
a la puerta y se detuvo, agradecido de que un pequeño porche le proporcionara
abrigo mientras recuperaba el aliento y se frotaba las manos, ateridas de frío.
Tras unos instantes, suspiró y llamó firmemente a la puerta. Esperó lo que le
pareció una eternidad, pero no hubo respuesta. Había llamado con fuerza, si no
hubiera visto la luz que se filtraba a través de las ventanas, habría pensado
que la casa estaba vacía ¿Temerían que fuera un bandido? Volvió a golpear la
puerta, aun con mayor insistencia:
-
Ábranme, señor. Sólo soy un honrado arriero. Traigo talabartería y también
calderos y cuchillos. Ando en busca de quién me compre y, si tienen la bondad,
de un resguardo de la lluvia y quizás un plato caliente.
De
nuevo le respondió el silencio. El arriero, desconcertado, empezaba a
plantearse pasar la noche en el establo junto a sus mulas cuando por fin se
abrió la puerta. Ya miraba resignado en dirección al establo cuando el agudo
chirriar de las bisagras le sobresaltó. Al girarse, encontró ante sí a una
mujer menuda, de edad avanzada y aroma intenso y desagradable que lo miraba
fijamente. Su largo cabello blanco le llegaba hasta la cintura, enredado y
lleno de nudos. Su arrugado rostro mantenía una expresión hosca y sus finas
manos, de largas uñas, jugueteaban inquietas. El hombre había esperado
encontrar un terrateniente anciano, venido a menos, tal vez con su esposa,
hijos y algunos criados. Aquella mujer no encajaba para nada en ese esquema,
bastaba una sola mirada para saber que ella no rendía cuentas a ningún señor.
- ¿Quéeeeee? - dijo la vieja con un
graznido acusador.
- ¿Perdón? - respondió el arriero, cada
vez más desconcertado.
- ¿Qué quieres? - repitió, esta vez con
una voz más humana.
- Soy... Soy arriero - dijo con un hilo
de voz.
- Yo soy, soy, Juana - dijo la vieja con
una sonrisa sardónica.
- Vendo talabartería, calderería y aun más
cosas - el hombre dudó - Y podría hacer algún arreglo en la casa, si vuesa
merced... - dejó la frase en el aire, pero la mujer continuó mirándole
fijamente en silencio - No, claro. Agradecería, entonces, algo caliente y un
lugar junto al fuego para pasar la noche. Puedo pagarle, si fuera necesario.
- Mi
hospitalidad no está en venta- dijo la vieja firme, después miró al hombre de
arriba abajo y fijó su mirada en la densa lluvia a sus espaldas, entonces
compuso un gesto de desagrado - Pasa, te daré algo que te haga entrar en calor.
El arriero
entró con paso vacilante. La casa constaba de una sola estancia enorme,
salpicada de columnas de madera y repleta de mugre. El cargado olor a hierbas,
humo y podredumbre saturó las fosas nasales del hombre, que sufrió un mareo
durante algunos segundos. Al recuperarse, lo primero que atrajo su atención fue
el danzante fuego de una enorme chimenea. Ante ella, habían dispuestas tres
sillas que habían visto tiempos mejores y a los pies de éstas, una enorme piel
de lobo gris hacía las veces de alfombra.
La chimenea estaba situada en la parte posterior de la casa, de modo que
para llegar a ella había que sortear varias mesas repletas de todo tipo de
objetos, amén de un sinnúmero de cachivaches esparcidos por el suelo. El arriero
pudo identificar animales disecados, extraños amuletos de ámbar y hueso tallado
y botellas y odres que contenían extraños líquidos. Empezó a caminar
arrastrando los pies, para evitar tropezarse sin verse obligado a mirar al
suelo. Aquella no era la casa de ningún terrateniente.
- Mu... Muchas gracias - se las arregló
para decir el arriero, que había empezado a sudar a pesar de que continuaba
helado de frío - Pero un lugar frente al fuego bastará, no... no quisiera
molestar.
- Tonterías - dijo la anciana tras un
silencio suspicaz - Tomarás caldo caliente - su tono dejaba claro que se
trataba de la simple exposición de un hecho, algo que iba a ocurrir con tanta
certeza como sale el Sol por la mañana.
- Sí, señora - dijo el hombre, mientras miraba como un gato negro salía de
debajo de una pila de harapos - Tie... Tiene usted un gato negro - dijo sin
pensar y empezó a sudar más profusamente, maldiciéndose en silencio por haber
mirado hacia el suelo y por haber puesto en voz alta sus pensamientos.
-
Sí - dijo la mujer mientras rebuscaba algo por la casa, sin darle la mayor
importancia al comentario del arriero.
El
hombre se sentó en una de las sillas ante el fuego, notando como el corazón se
le aceleraba y se le secaba la garganta. Intentó quitarse de la cabeza todos
los cuentos infantiles que había oído durante años y trató de reconfortarse con
la calidez del fuego. No lo logró. El fuego ardía amenazador, proyectando
horripilantes sombras a partir de todos y cada uno de los objetos al alcance de
su luz. El arriero juraría incluso que había visto algunas sombras que no se
correspondían con objeto alguno y que simplemente parecían danzar a sus anchas
por el suelo, al compás que marcaban las llamas. Para evitar ver las sombras y
tratando de serenarse, fijó su mirada en el fuego y reparó en las ennegrecidas
argollas de hierro, de las que colgaba una cadena capaz de sostener un caldero
inmenso. El arriero cerró los ojos y sacudió la cabeza, intentando librarse de
aquellos pensamientos oscuros.
- Tiene usted un hogar enorme - dijo el
arriero con una sonrisa nerviosa, incapaz de soportar más el silencio y las
sombras - Seguro que hace usted un pote de lentejas inmenso.
- Ya no - dijo la vieja malhumorada - he
perdido mi caldero. Que mala uva, con lo grande que es y no puedo encontrarlo -
el malhumor en la voz de la anciana se tornó desesperación y el arriero temió
que fuera a echarse a llorar.
- Yo tengo calderos - dijo el hombre al
instante, palabras que surgieron más por instinto que fruto de su pensamientos
- No tan grandes como el que podría caber aquí, pero sólidos y más que
suficientes para preparar unas lentejas o un cocido. Le haré un buen precio, ya
que me ha permitido calentarme en su fuego - al oler una venta, la inseguridad
y el temor del arriero quedaron atrás y las palabras salieron cada vez más
rápido de su boca, sin darle tiempo a pensar.
- ¡Tú! - dijo la vieja con voz atronadora
y la estancia pareció sumirse en tinieblas durante un instante
- ¡Tú has robado
mi caldero para que te compre una de esas birrias que traes!
El arriero palideció al instante, incapaz
de creer lo que acababa de ocurrir y temiendo lo que fuera a ocurrir a
continuación.
- Devuélveme mi caldero - susurró la
vieja con un tono que prometía muchas cosas y ninguna buena.
- Señora, por el amor de Dios... - empezó
el arriero.
-
¡¿Por el amor de Dios?! - esta vez la voz de la mujer retronó en toda la
estancia - ¡Dios no pinta nada aquí!
La
mujer parecía crecer con cada paso que daba en dirección al arriero y era cada
vez más amenazadora. Pronto el hombre se dio cuenta de que no se trataba de una
ilusión. Los hombros se ensancharon, los dientes crecieron y todo su ser se
cubrió de pelo hasta que una enorme osa parda de cabello entrecano, anciana
pero poderosa, se irguió ante el arriero. La osa lanzó una dentellada al
hombre, que evitó saltando hacia un lado. El arriero aterrizó a cuatro patas y
gateó y camino corriendo como buenamente podía hacia la salida. Pero a un
rugido de la osa, la puerta se cerró y el cerrojo se echó solo. El arriero se giró
y miró a los ojos de la osa y se encontró con unos ojos humanos, con los ojos
de la vieja bruja que lo contemplaban amenazantes. El hombre se santiguó.
Aquello pareció provocar a la bestia, que cargó de nuevo contra él.
La
osa descargó zarpazos y dentelladas contra el hombre, pero éste era joven y
logró esquivarlos, mientras huía rodeando los muebles y arrojándolos en el
camino de la osa para entorpecerla. Pero ambos sabían que era solo una cuestión
de tiempo. La bruja sólo necesitaba un zarpazo certero para acabar con su
impertinente persistencia aferrándose a la vida. Finalmente la bruja arrinconó
al hombre en una esquina, sin posibilidad de seguir huyendo. éste blandió una
silla, intentando alejar los dientes y las garras del animal de su cuerpo. Pero
no tenía ante sí un estúpido animal, sino a una vieja astuta. Se irguió sobre
sus cuartos traseros y con un poderoso golpe de su zarpa derecha desarmó al
arriero. Después lo inmovilizó apoyando su zarpa derecha en su pecho,
aprisionándolo contra la pared, mientras se preparaba para arrancarle de un
mordisco el brazo, a la altura del hombro.
- ¡Abuela! - dijo una voz horrorizada
desde la puerta, ahora abierta. Una niña de no más de diez años y la que sin
duda era su madre observaban la escena desde el porche. La niña con una
expresión de terror y la madre con un gesto reprobatorio.
Ante aquella visión, la bruja se retiró
unos pasos y volvió a su forma humana. Su rostro se iluminó cuando miraba a la
niña, pero mostraba también vergüenza.
- Cariño, no tengas miedo, no pasa nada -
dijo la anciana en un tono tan dulce que no parecía la misma mujer que había
conocido el arriero.
- Mamá, ¿qué estás haciendo? - dijo la
mujer que había junto a la niña, dejando a ésta correr libremente a abrazar a
su abuela.
- Este hombre me ha robado el caldero. No
podía permitirlo - dijo la anciana - Tú sabes...
- No mamá, el caldero te lo quité yo. Ya
no puedes tenerlo, eres un peligro. La última vez casi quemas la casa - dijo la
mujer con un deje de dolor en el rostro. Después suspiró y se dirigió al
arriero
- Y tú ¿qué haces aquí?
- ¿Yo? - por un momento el arriero se
había olvidado completamente de sí mismo, pasmado ante todo lo que había
presenciado - Buscaba la mansión del terrateniente y debí perderme con la lluvia. Llamé a la puerta pensando que
era su casa y la... ella me ofreció un lugar en el fuego y algo caliente.
- Comprendo - dijo la mujer - te
acompañaré ahora mismo a las puertas de la casa del terrateniente. A menos que
quieras pasar la noche en el establo
- ¡No! - dijo el arriero y añadió raudo -
No quisiera abusar de su hospitalidad.
-
Eso suponía. Cielo - dijo la mujer refiriéndose a la niña - quédate con la
abuela y dale la comida que le hemos traído. Yo vuelvo en seguida.
El
arriero salió de la casa con la mujer, volvió a cargar y atar a sus mulas y
emprendió camino a su lado bajo la lluvia, sin saber muy bien si considerarse
desdichado o afortunado. Cuando ya llevaban unos minutos de camino, la mujer le
dirigió la palabra por última vez en todo el camino a la casa del
terrateniente.
-
¿Sabes qué te ocurrirá si cuentas lo que has vivido hoy, verdad? - dijo la
mujer
- Supongo que me matarás o me convertirás
en sapo - dijo el arriero
- No
- dijo la mujer tras una breve risita - Si cuentas lo que te ha ocurrido hoy te
tomarán por loco y pasarás el resto de tus días sufriendo porque nadie te cree
y siendo evitado por tus vecinos. Piensa en qué creerías tú si alguien te
hubiera contado una historia como la tuya.
Y el
arriero pasó el resto del camino pensando en las palabras de aquella mujer.