6 de diciembre de 2018

Arriero


Arriero

El arriero avanzaba penosamente por el sendero conduciendo a su recua de animales prácticamente a ciegas. La espesa lluvia creaba un manto denso e impenetrable que impedía al hombre ver más allá de un par de metros de su propia nariz. En circunstancias normales se habría detenido allá donde estuviese, resignado a sufrir el aguacero, por temor a que uno de sus animales trastabillara y se rompiera una pata. Pero sabía que no podía estar lejos. En la aldea le habían indicado cómo llegar a la mansión de un próspero terrateniente que podría estar interesado en su mercancía. Transportaba buen cuero y útiles de calderería, siempre necesarios en un palacete. Por no hablar de tallas en madera noble y otras chucherías que podían hacerle ganar un buen pellizco. Pero lo que más le importaba en ese momento era que, aunque no comprasen sus enseres, a buen seguro le proporcionarían cobijo y un plato caliente.

Cuando el hombre ya temía haberse perdido en alguna de las bifurcaciones y pensaba que debería pasar la tarde (y quizá la noche) padeciendo las inclemencias de la intemperie, el sendero se abrió en un claro. Pero lo que hizo sonreír al arriero fue la tenue luz que divisaba a través de la lluvia, que le hizo pensar en pan, sopa de ajo y calentarse ante una chimenea. Unos pasos más descubrieron ante él, la inmensa masa de un caserón construido en madera. La densa lluvia y la luz que se filtraba a través de los postigos cerrados de las ventanas le daban una apariencia ominosa y fantasmagórica, pero probablemente cualquier lugar la tendría en aquellas circunstancias. Desde luego no era lo que se esperaba cuando le hablaron de una mansión y sus esperanzas de venta disminuyeron, pero no así su ansia de refugio. Al menos, junto al edificio principal había un pequeño establo en el que podría dejar a las mulas.

Voceó el arriero, anunciando su presencia, pero nadie le contestó. A pesar de su natural prudencia, la gélida lluvia que aguijoneaba su cuerpo y un incipiente dolor de garganta le ayudaron a decidirse a entrar en el establo sin ser invitado. Liberó a las mulas de carga y correajes, salió del establo y cerró la puerta tras de sí, decidido a volver para alimentar y abrevar a los animales tan pronto se hubiera presentado al señor de aquella casa. Mientras caminaba rápidamente el corto trecho hasta la puerta del caserón reparó en el deteriorado estado de la finca. Maderas desvencijadas, cuando no podridas, los postigos de las ventanas agrietados... No pudo evitar sentir pena al pensar que muy pobres tenían que ser, en verdad, los aldeanos para confundir aquello con una mansión. Por supuesto, parte de su tristeza se debía también a constatar que no haría tan buen negocio como había esperado.

Llegó a la puerta y se detuvo, agradecido de que un pequeño porche le proporcionara abrigo mientras recuperaba el aliento y se frotaba las manos, ateridas de frío. Tras unos instantes, suspiró y llamó firmemente a la puerta. Esperó lo que le pareció una eternidad, pero no hubo respuesta. Había llamado con fuerza, si no hubiera visto la luz que se filtraba a través de las ventanas, habría pensado que la casa estaba vacía ¿Temerían que fuera un bandido? Volvió a golpear la puerta, aun con mayor insistencia:

- Ábranme, señor. Sólo soy un honrado arriero. Traigo talabartería y también calderos y cuchillos. Ando en busca de quién me compre y, si tienen la bondad, de un resguardo de la lluvia y quizás un plato caliente.

De nuevo le respondió el silencio. El arriero, desconcertado, empezaba a plantearse pasar la noche en el establo junto a sus mulas cuando por fin se abrió la puerta. Ya miraba resignado en dirección al establo cuando el agudo chirriar de las bisagras le sobresaltó. Al girarse, encontró ante sí a una mujer menuda, de edad avanzada y aroma intenso y desagradable que lo miraba fijamente. Su largo cabello blanco le llegaba hasta la cintura, enredado y lleno de nudos. Su arrugado rostro mantenía una expresión hosca y sus finas manos, de largas uñas, jugueteaban inquietas. El hombre había esperado encontrar un terrateniente anciano, venido a menos, tal vez con su esposa, hijos y algunos criados. Aquella mujer no encajaba para nada en ese esquema, bastaba una sola mirada para saber que ella no rendía cuentas a ningún señor.

- ¿Quéeeeee? - dijo la vieja con un graznido acusador.

- ¿Perdón? - respondió el arriero, cada vez más desconcertado.

- ¿Qué quieres? - repitió, esta vez con una voz más humana.

- Soy... Soy arriero - dijo con un hilo de voz.

- Yo soy, soy, Juana - dijo la vieja con una sonrisa sardónica.

- Vendo talabartería, calderería y aun más cosas - el hombre dudó - Y podría hacer algún arreglo en la casa, si vuesa merced... - dejó la frase en el aire, pero la mujer continuó mirándole fijamente en silencio - No, claro. Agradecería, entonces, algo caliente y un lugar junto al fuego para pasar la noche. Puedo pagarle, si fuera necesario.

- Mi hospitalidad no está en venta- dijo la vieja firme, después miró al hombre de arriba abajo y fijó su mirada en la densa lluvia a sus espaldas, entonces compuso un gesto de desagrado - Pasa, te daré algo que te haga entrar en calor.

El arriero entró con paso vacilante. La casa constaba de una sola estancia enorme, salpicada de columnas de madera y repleta de mugre. El cargado olor a hierbas, humo y podredumbre saturó las fosas nasales del hombre, que sufrió un mareo durante algunos segundos. Al recuperarse, lo primero que atrajo su atención fue el danzante fuego de una enorme chimenea. Ante ella, habían dispuestas tres sillas que habían visto tiempos mejores y a los pies de éstas, una enorme piel de lobo gris hacía las veces de alfombra.  La chimenea estaba situada en la parte posterior de la casa, de modo que para llegar a ella había que sortear varias mesas repletas de todo tipo de objetos, amén de un sinnúmero de cachivaches esparcidos por el suelo. El arriero pudo identificar animales disecados, extraños amuletos de ámbar y hueso tallado y botellas y odres que contenían extraños líquidos. Empezó a caminar arrastrando los pies, para evitar tropezarse sin verse obligado a mirar al suelo. Aquella no era la casa de ningún terrateniente.

- Mu... Muchas gracias - se las arregló para decir el arriero, que había empezado a sudar a pesar de que continuaba helado de frío - Pero un lugar frente al fuego bastará, no... no quisiera molestar.
- Tonterías - dijo la anciana tras un silencio suspicaz - Tomarás caldo caliente - su tono dejaba claro que se trataba de la simple exposición de un hecho, algo que iba a ocurrir con tanta certeza como sale el Sol por la mañana.
- Sí, señora - dijo el hombre,  mientras miraba como un gato negro salía de debajo de una pila de harapos - Tie... Tiene usted un gato negro - dijo sin pensar y empezó a sudar más profusamente, maldiciéndose en silencio por haber mirado hacia el suelo y por haber puesto en voz alta sus pensamientos.
- Sí - dijo la mujer mientras rebuscaba algo por la casa, sin darle la mayor importancia al comentario del arriero.
El hombre se sentó en una de las sillas ante el fuego, notando como el corazón se le aceleraba y se le secaba la garganta. Intentó quitarse de la cabeza todos los cuentos infantiles que había oído durante años y trató de reconfortarse con la calidez del fuego. No lo logró. El fuego ardía amenazador, proyectando horripilantes sombras a partir de todos y cada uno de los objetos al alcance de su luz. El arriero juraría incluso que había visto algunas sombras que no se correspondían con objeto alguno y que simplemente parecían danzar a sus anchas por el suelo, al compás que marcaban las llamas. Para evitar ver las sombras y tratando de serenarse, fijó su mirada en el fuego y reparó en las ennegrecidas argollas de hierro, de las que colgaba una cadena capaz de sostener un caldero inmenso. El arriero cerró los ojos y sacudió la cabeza, intentando librarse de aquellos pensamientos oscuros.

- Tiene usted un hogar enorme - dijo el arriero con una sonrisa nerviosa, incapaz de soportar más el silencio y las sombras - Seguro que hace usted un pote de lentejas inmenso.

- Ya no - dijo la vieja malhumorada - he perdido mi caldero. Que mala uva, con lo grande que es y no puedo encontrarlo - el malhumor en la voz de la anciana se tornó desesperación y el arriero temió que fuera a echarse a llorar.

- Yo tengo calderos - dijo el hombre al instante, palabras que surgieron más por instinto que fruto de su pensamientos - No tan grandes como el que podría caber aquí, pero sólidos y más que suficientes para preparar unas lentejas o un cocido. Le haré un buen precio, ya que me ha permitido calentarme en su fuego - al oler una venta, la inseguridad y el temor del arriero quedaron atrás y las palabras salieron cada vez más rápido de su boca, sin darle tiempo a pensar.

- ¡Tú! - dijo la vieja con voz atronadora y la estancia pareció sumirse en tinieblas durante un instante 

- ¡Tú has robado mi caldero para que te compre una de esas birrias que traes!

El arriero palideció al instante, incapaz de creer lo que acababa de ocurrir y temiendo lo que fuera a ocurrir a continuación.

- Devuélveme mi caldero - susurró la vieja con un tono que prometía muchas cosas y ninguna buena.

- Señora, por el amor de Dios... - empezó el arriero.

- ¡¿Por el amor de Dios?! - esta vez la voz de la mujer retronó en toda la estancia - ¡Dios no pinta nada aquí!

La mujer parecía crecer con cada paso que daba en dirección al arriero y era cada vez más amenazadora. Pronto el hombre se dio cuenta de que no se trataba de una ilusión. Los hombros se ensancharon, los dientes crecieron y todo su ser se cubrió de pelo hasta que una enorme osa parda de cabello entrecano, anciana pero poderosa, se irguió ante el arriero. La osa lanzó una dentellada al hombre, que evitó saltando hacia un lado. El arriero aterrizó a cuatro patas y gateó y camino corriendo como buenamente podía hacia la salida. Pero a un rugido de la osa, la puerta se cerró y el cerrojo se echó solo. El arriero se giró y miró a los ojos de la osa y se encontró con unos ojos humanos, con los ojos de la vieja bruja que lo contemplaban amenazantes. El hombre se santiguó. 

Aquello pareció provocar a la bestia, que cargó de nuevo contra él.

La osa descargó zarpazos y dentelladas contra el hombre, pero éste era joven y logró esquivarlos, mientras huía rodeando los muebles y arrojándolos en el camino de la osa para entorpecerla. Pero ambos sabían que era solo una cuestión de tiempo. La bruja sólo necesitaba un zarpazo certero para acabar con su impertinente persistencia aferrándose a la vida. Finalmente la bruja arrinconó al hombre en una esquina, sin posibilidad de seguir huyendo. éste blandió una silla, intentando alejar los dientes y las garras del animal de su cuerpo. Pero no tenía ante sí un estúpido animal, sino a una vieja astuta. Se irguió sobre sus cuartos traseros y con un poderoso golpe de su zarpa derecha desarmó al arriero. Después lo inmovilizó apoyando su zarpa derecha en su pecho, aprisionándolo contra la pared, mientras se preparaba para arrancarle de un mordisco el brazo, a la altura del hombro.

- ¡Abuela! - dijo una voz horrorizada desde la puerta, ahora abierta. Una niña de no más de diez años y la que sin duda era su madre observaban la escena desde el porche. La niña con una expresión de terror y la madre con un gesto reprobatorio.

Ante aquella visión, la bruja se retiró unos pasos y volvió a su forma humana. Su rostro se iluminó cuando miraba a la niña, pero mostraba también vergüenza.

- Cariño, no tengas miedo, no pasa nada - dijo la anciana en un tono tan dulce que no parecía la misma mujer que había conocido el arriero.

- Mamá, ¿qué estás haciendo? - dijo la mujer que había junto a la niña, dejando a ésta correr libremente a abrazar a su abuela.

- Este hombre me ha robado el caldero. No podía permitirlo - dijo la anciana - Tú sabes...

- No mamá, el caldero te lo quité yo. Ya no puedes tenerlo, eres un peligro. La última vez casi quemas la casa - dijo la mujer con un deje de dolor en el rostro. Después suspiró y se dirigió al arriero 

- Y tú ¿qué haces aquí?

- ¿Yo? - por un momento el arriero se había olvidado completamente de sí mismo, pasmado ante todo lo que había presenciado - Buscaba la mansión del terrateniente y debí perderme  con la lluvia. Llamé a la puerta pensando que era su casa y la... ella me ofreció un lugar en el fuego y algo caliente.

- Comprendo - dijo la mujer - te acompañaré ahora mismo a las puertas de la casa del terrateniente. A menos que quieras pasar la noche en el establo

- ¡No! - dijo el arriero y añadió raudo - No quisiera abusar de su hospitalidad.

- Eso suponía. Cielo - dijo la mujer refiriéndose a la niña - quédate con la abuela y dale la comida que le hemos traído. Yo vuelvo en seguida.

El arriero salió de la casa con la mujer, volvió a cargar y atar a sus mulas y emprendió camino a su lado bajo la lluvia, sin saber muy bien si considerarse desdichado o afortunado. Cuando ya llevaban unos minutos de camino, la mujer le dirigió la palabra por última vez en todo el camino a la casa del terrateniente.

- ¿Sabes qué te ocurrirá si cuentas lo que has vivido hoy, verdad? - dijo la mujer

- Supongo que me matarás o me convertirás en sapo - dijo el arriero

- No - dijo la mujer tras una breve risita - Si cuentas lo que te ha ocurrido hoy te tomarán por loco y pasarás el resto de tus días sufriendo porque nadie te cree y siendo evitado por tus vecinos. Piensa en qué creerías tú si alguien te hubiera contado una historia como la tuya.

Y el arriero pasó el resto del camino pensando en las palabras de aquella mujer.

4 de septiembre de 2015

Humanidad

zona industrial abandonada

Humanidad

La chica deambulaba sola por el área industrial abandonada, cargando con piezas de un deslizador que había conseguido rescatar de entre la chatarra. Era pleno verano y hacía un calor abrasador, pero si la célula de energía estaba en buen estado, obtendría suficientes créditos para dejar de frecuentar ese lugar... al menos, durante un tiempo. Se trataba de un lugar peligroso, porque siempre se corría el riesgo de toparse con un grupo de carroñeros. Carroñeros como ella.

A lo lejos, divisó un vehículo que se dirigía directamente hacia ella. No tenía sentido correr, ya la habían visto y no podía competir en velocidad con ellos, así que se quedó plantada esperándoles en medio de la nada. Mantuvo su mirada fija en el vehículo. Era un todoterreno descapotado con tres tripulantes. El que se sentaba detrás iba de pie, apoyado en las barras de protección superiores. Debía ser el idiota que daba las órdenes.

El vehículo se detuvo justo ante ella y sus ocupantes sacaron sus armas y se acercaron a la chica. El conductor, un hombre calvo con lo que parecían ser unas gafas de piloto llevaba una pistola y el copiloto, un hombre rubio y muy delgado llevaba una ballesta de fibra de carbono. El tipo del asiento de atrás, un tipo corpulento de largo pelo moreno y un torso salpicado de tatuajes, sacó un vibromachete. Se trataba de un arma cara y difícil de manejar. Era mucho menos eficiente que una pistola e incluso que una ballesta, así que ella asumió que solo lo llevaba como símbolo de status.

Antes de que siquiera mediara palabra, la joven arrojó su fardo a los pies del grupo. No tenía sentido morir por algo de chatarra. Pero el tipo del machete la continuó mirando con una sonrisa lasciva en la cara. Sus secuaces se rieron cuando adivinaron la comprensión de lo que iba a suceder en el rostro de la mujer. Su botín solo era parte de lo que querían. Apenas tardaron un instante en abalanzarse sobre ella.

El tipo calvo apoyó el cañón de su arma sobre el largo pelo rojizo de la mujer y la amartilló sonoramente. Estaba claro que querían que se estuviera quietecita. Mientras tanto, el jefe empezó a rajar su ropa con el vibromachete. Pero se trataba de un arma que requería años de entrenamiento para su dominio y el hombre de los tatuajes calculó mal la fuerza. Un tajo que pretendía rajar los pantalones de la chica penetró limpiamente en su abdomen. Y se escuchó el sonido de golpear metal contra metal.

El gesto de los hombres mudó al instante a una mueca de puro terror, mientras que la chica dejó de molestarse en fingir miedo y adoptó una expresión de profunda serenidad. "Joder. Un puto mimo" dijo con incredulidad el hombre rubio y, acto seguido, soltó su ballesta y empezó a correr en dirección hacia el coche. Los androides marca Mimic habían sido desarrollados hacía más de una década para labores de infiltración y espionaje, pero se había invertido tanto esfuerzo en hacerles parecer seres sensibles, que habían acabado por desarrollar su propia conciencia. Desde entonces, fueron perseguidos y aniquilados hasta rozar el exterminio. Los pocos que quedaban se hacían pasar por humanos y habitaban en los límites de las áreas civilizadas, guardando su secreto a cualquier precio. Lora, pues ese era el nombre que había escogido la androide para sí misma, no estaba dispuesta a permitir que aquellos carroñeros la delataran.

Con una rapidez y fuerza inhumanas, saltó hacia el hombre rubio y le golpeó por la espalda sin esperar siquiera a que sus pies tocaran el suelo. El brazo de Lora atravesó limpiamente el torso el hombre, cuyo cuerpo se quedó suspendido de éste, mientras sangraba por la boca y por la herida que atravesaba su torso. Permaneció un segundo inmóvil, mirando inexpresiva a los otros dos hombres, hasta que finalmente retiró el brazo y dejó caer el cuerpo sin vida de su agresor. "Tía, no diremos nada" dijo el hombre tatuado "Déjanos ir". Para Lora hacer eso era correr un riesgo innecesario, hasta tal punto que habría sonreído con ironía ante la propuesta si todavía se viera obligada a mantener su mascarada. Los dos hombres leyeron su futuro en la gélida mirada de la androide.

Los dos carroñeros empezaron a correr en direcciones opuestas, alejándose de Lora y el vehículo que había tras ella. No era la primera vez que tenían que huir para salvar sus vidas y sabían lo que debían hacer para maximizar sus probabilidades de escapar. También sabían que la estadística jugaba en su contra. La Mimic estimó que el conductor del vehículo era el más rápido de los dos, así que fue a por él en primer lugar. Apenas tardó unos segundos en alcanzarle.

La androide se situó al lado del hombre y rápidamente golpeo en el lateral de su rodilla izquierda con el antebrazo, rompiendo los ligamentos. Cuando cayó, aplastó su garganta de un contundente pisotón. Entonces se giró y contempló la figura que se alejaba corriendo, demasiado despacio para tener alguna posibilidad. Como si el hombre hubiera percibido la mirada inerte del autómata en su nuca, se detuvo. Probablemente en realidad se había girado al oír cómo acababa con su compañero. En cualquier caso, parecía haber comprendido que no podría escapar y decidió probar suerte peleando. El carroñero había soltado su vibromachete cuando emprendió la huida, pero no estaba desarmado. De un bolsillo interior de su chaqueta sacó una pequeña pistola de plasma.

Se trataba de un arma de un solo disparo, pero capaz de disparar un proyectil en estado de plasma, capaz de destrozar cualquier cosa. Incluso un androide. El hombre lo sabía y la blandía ante sí como un clérigo blandiría una cruz para protegerse del demonio. El alcance efectivo del arma era limitado, de modo que tendría que esperar a que Lora se acercase para usarlo, lo que lo convertía en una apuesta muy arriesgada. Pero no tenía otra opción. La androide, indiferente a la angustia del hombre, empezó a acercarse a él lentamente. Él ahogó un sollozo.

"Esto no tiene porqué acabar así" gritó él con una voz desgarrada por el pánico, pero la androide continuó acercándose, atenta hasta al más leve cambio de su lenguaje corporal. Era como ver acercarse a un tiburón. Cuando estaba a pocos metros la androide se detuvo y observó fijamente a su presa. Después miró el arma. Entonces hizo algo inesperado: habló. "Dices que no tiene que acabar así. Dime, ¿qué propones?". Su voz era dulce y melodiosa y el tono no tenía nada de amenazante. El hombre dejó escapar un suspiro de alivio y rompió a llorar. Bajó levemente el brazo del arma y eso era cuanto Lora necesitaba.

En un rápido movimiento, se propulsó hacia el hombre tatuado, golpeó con una patada la mano del arma, haciéndola volar lejos de ellos. Después se situó de pie, con su rostro a escasos centímetros del de él y situó las palmas de sus manos a los lados de su cara, como si estuviera a punto de darle un beso. En lugar de eso le aplastó el cráneo. Sin perder un instante, colocó los cuerpos con cuidado en el todo terreno, recogió las armas caídas y las situó junto a sus difuntos amos. Se situó adyacente al asiento del conductor, prácticamente colgando del lateral del coche y, desde esa posición, condujo el vehículo a toda velocidad, estrellándolo contra una pared de roca. Saltó en el último momento y después se acercó al todoterreno destrozado para prenderle fuego. Era poco probable que quien pasase por allí reportara la muerte de unos carroñeros a las autoridades, pero era mejor que pareciera un accidente.

Sin más, recogió su botín y emprendió el camino de regreso a casa, sin dedicar una sola mirada a los hombres que acababa de matar. No era humana. Nunca había sido humana y no conocía la piedad o el amor. Y no le importaba. Vivía rodeada de criaturas en cuyos actos egoístas nunca había visto amor o piedad y la prueba de ello era que habían dado vida a Lora y a sus hermanos y después habían decidido aniquilarles. Paradójicamente, para mantener la ilusión de su humanidad, le había resultado mucho más inconveniente ser incapaz de sentir asco que amor o compasión. Probablemente, pensó, los propios humanos también acostumbraban a fingir éstas últimas. Y, por primera vez en su vida, Lora sonrió solo para sí misma.

12 de agosto de 2015

Perdida


calle de noche

Perdida

Llego demasiado pronto, como de costumbre. Aguardo en la portería mientras reviso el aspecto de mi pelo en el reflejo del cristal de la puerta. Cualquier cosa con tal de distraerme del nerviosismo que me atenaza. Miro mi reloj de muñeca. Cinco minutos más.

Dejo vagar la mirada y contemplo la calle con la pálida luz que ofrece el alumbrado eléctrico. Esta noche hay luna nueva y apenas pueden verse estrellas en el cielo. Tampoco puede decirse que haya mucha gente en la calle, de manera que dirijo mi atención a los árboles que pueblan la acera, mecidos por la brisa y también a los montoncitos de hojas que arrastra el viento. Siento un escalofrío. Es hora de picar al interfono.

Tras pulsar el botón, una voz dulce de mujer me contesta y mi corazón se desboca. Si los minutos que me contuve para evitar llegar demasiado pronto se me hicieron largos, los instantes que preceden a su aparición se me hacen eternos. Le doy la espalda a la puerta, para intentar serenarme y que ella no pueda leer el nerviosismo en mi rostro. Entonces oigo la puerta abrirse y me giro con una sonrisa. Es impresionante.

Su cabello de azabache y su tez de alabastro cincelan un rostro perfecto, sus ojos del color de la miel son aun más dulces que ésta y el traje negro con que ha elegido engalanarse moldea su figura de un modo etéreo. Casi diría que flota a mi lado camino hacia el restaurante. Su voz despierta en mi mente ecos de pasión y de dicha, su conversación es amena y su risa sincera. Tanto me maravilla que su mera presencia distorsiona mis sentidos y antes de que me dé cuenta estamos sentados en una mesa del restaurante, leyendo la carta. Y es que no soy siquiera capaz de decir dónde estoy si no aparto antes mi mirada de ella.

Pedimos, hablamos, comemos, bebemos, reímos y disfrutamos en esta fantástica velada. Entonces, antes de abandonar el restaurante y dar rienda suelta a la pasión, sacamos el móvil. Conectamos ambos dispositivos entre sí e iniciamos la aplicación. Veo la decepción en su rostro. Se levanta y se va, dejándome a solas con mis pensamientos.

Pensé que iba a ser una gran noche, incluso me permití forjar esperanzas. Ella me gustaba de verdad. Por desgracia, nuestros móviles han determinado que somos incompatibles.

4 de agosto de 2015

Curación

jungla


Curación

La chamán caminaba por la jungla amazónica en uno de sus frecuentes retiros espirituales. Estaba cansada y su ánimo era sombrío, ya que había tenido pesadillas durante toda la noche y temía que los espíritus le estuvieran advirtiendo que algo terrible iba a ocurrir y que ella debería intervenir. De otro modo, los espíritus no se habrían molestado en advertirle. Consumió una pasta a base de ayahuasca, que ella mismo había preparado, se sentó en mitad de la jungla y empezó a recitar su canción de poder, buscando algo de iluminación. No tuvo que esperar mucho tiempo.

Los gritos le sacaron rápidamente de su trance. Para su sorpresa, procedían del mundo material. A poca distancia de allí una persona estaba siendo atacada. Un puma. La mujer no llevaba armas, pero sí un largo cayado con que se ayudaba a caminar, así que lo cogió presuroso y corrió hacia los gritos. A pesar de que era ya una mujer madura y sus piernas habían visto días mejores, sabía cómo moverse por la jungla. Su larga melena blanca ondeó al ritmo de su carrera, sorteando cada elemento del laberinto vegetal que la envolvía. Ni una rama osó tocarla. En menos de un minuto, llegó al lugar del ataque. No se trataba de un felino, como había temido, sino de otro tipo de depredador.

Dos hombres blancos habían sorprendido sola a una mujer guaraní en la jungla, la habían reducido y le estaban arrancando la ropa a jirones. Como el puma, buscaban su carne. La chamán quedó conmocionada, llegaba preparada para enfrentarse a garras y colmillos, tal vez a la misma muerte... pero no a la maldad humana. Se acercó a ellos y les arengó en su idioma. Los hombres se miraron. No la entendían. Mientras tanto, la pobre chica pedía ayuda. La chamán agarró del brazo a uno de los hombres y lo apartó de ella, para después encararse al otro. Tan pronto como dio la espalda al primero, éste la golpeó en la cabeza con una linterna. Y se hizo la oscuridad.

Despertó con la luz de la tarde y lo primero que oyó fue el llanto quedo de la chica, que estaba arrodillada sobre ella, limpiando la herida que le había dejado la linterna. Su cabello blanco, estaba ahora recubierto de un viscoso granate, sus arrugas eran más profundas y sus ojos más negros. Abrazó a la muchacha, que había sangrado más que ella y la acompañó a la aldea. Allí preparó lo necesario para sanarla. Reunió a su familia, elaboró un ritual, preparó una pócima y la envió a descansar. Ella también hubiera querido dormir, pero no podía permitírselo. Tenía una misión que cumplir.

Desoyó el clamor de venganza de la familia, tranquilizó los ánimos y dejó claro a la tribu que nadie haría nada esa noche. Nadie saldría siquiera de su cabaña. Entonces entró en su propia morada y se preparó para un extenuante ritual. Debía ponerse en contacto con los espíritus de todas las criaturas de la jungla. Debía hablar con el río y con los árboles, con el viento y con la Luna y las estrellas. Los espíritus le debían muchos favores y esa noche iba a reclamarlos, de manera que cada animal, cada brote, cada piedra y cada gota de agua diera caza a aquellos hombres. No tenía elección. Debía curar a la jungla del mal que la aquejaba.

28 de julio de 2015

Remanente


vagabundo




Remanente


El grupo abandonó abarrotado bar para ir en busca de más diversión vespertina. Cuatro jóvenes, dos chicas y dos chicos, que caminaban por las calles de la ciudad entre chanzas y bravatas, tan ajenos al mundo como solo puede serlo un grupo de adolescentes mientras se divierte. Estaba claro por su desinhibición que habían bebido y, por el volumen de su conversación, que lo habían hecho en un local con la música muy alta. Tanto reían y gritaban que apenas percibieron la figura que se les acercaba en la oscuridad de la noche.

Apareció ante ellos como un espectro, su rostro demacrado y endurecido, sus ojos muy abiertos y el gesto amenazador. Cubierto por harapos y apestando a cerveza, el hombre se plantó ante ellos y sostuvo su mirada. Semejante visión hubiera sido capaz de amedrentar a cualquiera, pero aquellos jóvenes estaban envalentonados por el alcohol y se le encararon. No vieron su constitución fornida. No vieron las cicatrices que surcaban su cuerpo. Tampoco vieron en sus ojos la fría amargura de quién ha visto apagarse muchas vidas ante su mirada.

El hombre entrecerró los ojos, de manera que lograba parecer sereno en su embriaguez. Antes de que pudiera responder, uno de los chicos se agarró el brazo izquierdo con fuerza y se desplomó. Sus tres amigos  tardaron varios segundos en reaccionar, incapaces de comprender qué había sucedido. Entonces empezaron a gritar pidiendo ayuda, a rezar y a llorar. La mirada del vagabundo perdió entonces su opacidad, se quitó la gabardina dejando a la visto unos brazos cubiertos de tatuajes e inició una reanimación cardiovascular. El hombre, cuyo rostro parecía el del hombre que fuera años atrás, empezó a gritar órdenes a los jóvenes para salvar la vida del chico.

Él se había dedicado a salvar vidas hacía mucho, tanto tiempo que parecía una eternidad. Lo había hecho hasta que empezó a ordenársele actuar contra sus vecinos en lugar de velar por ellos. Entonces dejó de ser un bombero, pero los tatuajes que se hiciera junto a sus compañeros todavía estaban estampados en tinta en su piel y también grabados a fuego en su alma.

21 de julio de 2015

Una docena de rasgos que todo villano que se precie debería tener


Hoy, en lugar de publicar un relato, como de costumbre, quisiera compartir con vosotros un artículo que escribí para la web Una docena de y que versa sobre los atributos que todo malvado debe poseer. Espero que lo disfrutéis :-)

Podéis encontrar el original en:

http://unadocenade.com/una-docena-de-rasgos-que-todo-villano-que-se-precie-deberia-tener/


Darth Vader

Una docena de rasgos que todo villano que se precie debería tener


Lo confieso, me gusta escribir. A menudo sufro de esa acuciante necesidad que acude sin avisar, en ocasiones en los peores momentos y me hace dejar lo que esté haciendo para ponerme en el ordenador a darle al teclado. Hoy mismo, he sufrido uno de esos arrebatos y, tras salir precipitadamente de la ducha y esquivar al perro (con gran agilidad, he de añadir) me he posicionado en mi escritorio, pensando en escribir una historia en que un héroe se enfrentaba a su implacable némesis. Entonces me ha pasado por la cabeza ¿Qué diferencia a un malote de andar por casa de un verdadero malo maloso?

Sea para escribir un relato o un guión de cine, sea para idear un cuento que contarle a nuestros hijos por la noche, sea para identificar la más pura malignidad nada más vislumbrarla en la pantalla del cine o sea para lo que sea, esta es mi lista de rasgos que todo némesis que se precie debería tener.

1. Estilo propio y, a ser posible, una buena dosis de elegancia

El antagonista debe ser fácilmente reconocible y tener cierto accesorios que faciliten sugerir su presencia sin explicitarla. Así, el sombrero y jersey de Freddy Krueger, la túnica blanca y la vara de Saruman o la armadura de huesos de Casaca de matraca, permiten esa fácil identificación del personaje y constituyen la piedra angular sobre la que comenzar a construir su leyenda.

Si además dotamos al personaje de una refinada elegancia, quedará patente que nos encontramos ante un villano de categoría superior, capaz de poner al héroe en serios problemas. En este sentido, la impresionante indumentaria negra de Darth Vader, la decadente y grotesca elegancia del pingüino o los finos ropajes de Jafar, denotan su rango y poder.

2. Esbirros

¿Qué sería Lord Voldemort sin sus leales mortífagos? ¿Y Alex DeLarge sin sus drugos en La naranja mecánica? ¿Sauron sin sus orcos? ¡Por favor! ¡Hasta Gru tiene a sus minions! Está claro. Todo malo maloso que se precie tiene esbirros. Eso de hacer el trabajo sucio tiene muy poco glamour y además es malo para el cutis.

Los esbirros se encargan de todas esas labores logísticas, necesarias para el desempeño del mal, pero que despojarían al malo maloso de su halo de misterio y horror, al colocarlo en el ámbito de lo mundano.

3. Una buena guarida

Si vas a hacer algo, mejor hacerlo bien. Nada da más canguelo que adentrarse en la guarida del malo maloso, especialmente si está plagada de esbirros (que además de la defensa, se encargan del mantenimiento y la limpieza, si no estaría todo hecho un asco…). Si queremos comprobarlo, no tenemos más que pensar en las escenas que relatan la estancia de Jonathan Harker en el castillo de Drácula. Y es que la guarida del vampiro (especialmente en la peli de Coppola) da miedo hasta de día.

Es interesante comentar que, a pesar de que la guarida refleja en gran medida la personalidad del villano, no tiene porqué haber sido construida por o para él. Así, las ruinas de Erebor repletas de oro, reflejan a la perfección los principales rasgos de Smaug el terrible (codicia y sed de destrucción), a pesar de que originalmente fueran un reino enano.

4. Un toque de locura

La locura es, por definición, irracional. Si sumamos la facilidad que tiene el ser humano para temer aquello que no entiende con los terribles actos de maldad de nuestro antagonista, crearemos un personaje perturbador y terrorífico. Por supuesto, no hace falta llevarlo a tal extremo, pero como muestra solo hemos de echarle un vistazo al Joker (estoy pensando en el del Caballero oscuro, pero la verdad es que el interpretado por Jack Nicholson también me vale). Por cierto, ¿alguien dijo Nicholson? Creo que su interpretación de la locura de Jack Torrance es de obligada mención en este punto.

Incluso un leve destello de locura, como el sadismo de William Hamleigh en Los pilares de la tierra, Ramsay Bolton en Juego de Tronos o el capitán Vidal en El laberinto del fauno (por poner un ejemplo español), son suficiente para poner los pelos de punta a cualquiera. Y es que si solo un paso separa la genialidad de la locura, se espera que todo genio del mal esté algo loco.

5. Una noble causa

No podemos negar que tiene cierto encanto que el villano sea el último abanderado de una noble causa perdida. Un cierto componente de nobleza proporciona al antagonista esa complejidad necesaria para crear un personaje profundo. Ahora, la retorcida interpretación de una causa medianamente justa también vale, no nos pongamos exquisitos. Así, del mismo modo que el compromiso con la causa mutante de Magneto en la saga X-Men es un buen ejemplo, la búsqueda de la perfección de Grenouille en El perfume también podría serlo.
Importante aclarar que la noble causa a la que se alude hace referencia a la interpretación del lector o espectador, ya que la mayoría de personajes malvados no se ven a sí mismos como tales. Todos creen tener razones de peso para actuar como lo hacen.

6. Rencor

Bueno, igual el rencor no es tan loable como una causa noble, pero oye, también dota de un aire trágico y despierta la simpatía del lector. Desde el príncipe Hamlet de la obra homónima, hasta Khan Noonien Singh de Star Trek, pasando por el Mulo de la saga Fundación, la venganza siempre se ha considerado una motivación aceptable tanto para héroes como para villanos.

Llevándolo un paso más allá, nada es tan conmovedoramente trágico como que el malo maloso lo haya perdido todo de un modo injusto y horrible, de modo que solo le quede en su interior horror que aportar al mundo. Creo que el ejemplo más claro en este sentido es el diabólico barbero Sweeney Todd.

7. Una mirada inolvidable

A menudo los ojos se consideran la puerta a nuestra alma, la parte más expresiva de nuestro rostro, de modo que la mirada de un personaje digno de considerarse un malo maloso no puede dejarnos indiferentes.

Cada cual tiene su estilo y podemos hablar de una mirada inhumana y aterradora como la de Hannibal Lecter en El silencio de los corderos, de una mirada seductora y terrible como la de Milady de Winter en Los tres mosqueteros o incluso de una mirada tierna, como la de la vampiresa Eli en Déjame entrar.

8. Perversión

Todo lo que hemos dicho hasta ahora está muy bien, pero lo cierto es que podría utilizarse tanto para describir a un héroe como un villano. La sutil diferencia (a veces no tan sutil…) es la perversión. La perversión es lo que hace que nos posicionemos de parte del héroe y no del villano.

Por perversión entendemos (por supuesto) ese brutal sadismo emparentado con la locura mencionado un poco más arriba, pero también otras muestras de vileza. La más pura y decadente depravación, como aquella de que hace gala el barón Vladimir Harkonnen en Dune es el ejemplo más claro que se me ocurre. Otros ejemplos serían la envidia de John Doe en Seven (por no hablar de su modus operandi o su distorsionada visión del mundo) o el fanatismo perturbado de Silas en El código Da Vinci.

De todos los rasgos de esta lista, probablemente la perversión sea la que adopte más variadas formas, así como la más importante para crear un antagonista con fundamento. Como decía Nietzsche, “No hay bestia sin crueldad”.

9. Un arma definitiva

Bueno, tenemos ya muchos de los elementos que pueden ayudarnos a crear un malo maloso inolvidable, pero nos falta uno fundamental: su arma.
Por supuesto, puede tratarse de un arma en el sentido tradicional, como el príncipe Yyrkoon con su espada Mournblade en Elric de Melniboné, pero no tenemos porqué limitarnos a ello. La belleza y habilidades para la seducción y la manipulación de Catherine Tramell en Instinto básico, por ejemplo, la convierten en un adversario igualmente temible. Incluso el propio personaje puede ser el arma, como ocurre en The Relic.

10. Una profecía

Nada viste más que ser mencionado en una profecía. Y si la profecía habla acerca de la única manera de derrotarte, mejor. Puede tratarse de una profecía oscura y enrevesada como la que habla sobre la caída de Macbeth o retornar el equilibrio a la fuerza en el caso de Darth Vader (lo que implica acabar consigo mismo), pero también puede ser algo más clara, como la relativa a la Bruja Blanca en La bruja, el león y el armario o la reina Bavmorda de Willow.

En cualquier caso, lo importante es ser considerado un mal lo suficientemente temible como para que alguien se moleste en hacer una profecía sobre el fin de tus días.

11. Arrogancia y vanidad

A ver, hemos quedado en que el malo definitivo tiene esbirros, un cuartel general, férreas motivaciones y el punto de impredictibilidad que concede la locura… ¡Ah! Y también un arma definitiva. Por el amor de Dios, ¿cómo puede creer el héroe que tiene la más mínima posibilidad de derrotarle? Pues porque tiene un punto débil: su orgullo.

Como sugería él mismo bajo la forma de Al Pacino, la vanidad es el pecado favorito del diablo. La vanidad abre la puerta al resto de maldades que puedan cometer los hombres, ya que les hace creerse moralmente superiores al resto. También hace que subestimen a todos cuantos les rodean. Esa arrogancia fue lo que le costó la vida a Adela de Otero en El maestro de esgrima y al rey brujo de Angmar en El señor de los anillos, del mismo modo que selló el destino de Cersei Lannister en Danza de Dragones.

12. Risa maléfica

Por último, probablemente no sea necesario que un malo maloso se ría jamás, pero si lo hace debe hacerlo del modo adecuado. La risa de un malo maloso es inquietante, perturbadora o terrorífica, pero jamás alberga ni el más mero ápice de felicidad. Los malos no son felices. Por eso son malos.
En resumidas cuentas, muchos son los atributos que nos permiten diferenciar a un malo maloso, un verdadero némesis, de un vulgar antagonista. Probablemente no sea necesario que un mismo villano tenga todos los rasgos citados en esta lista, pero desde luego haría bien en contar al menos con seis o siete de ellos, si es que quiere que se le trate con un mínimo de respeto.

De otro modo correría el riesgo de ser confundido con un malo de segunda.

Imagen cortesía de Tom Simpson, con licencia Creative Commons.

14 de julio de 2015

Por un puñado de dólares

cueva

Por un puñado de dólares

Aparcamos lejos del lugar y nos acercamos caminando. A nuestro paso, veíamos las sombras de los escasos árboles y rocas solitarias alargarse en la yerma tundra. La noche estaba cerca. Apresuramos el paso inconscientemente e intercambiamos una mirada silenciosa. Podía leer en los claros y expresivos ojos de mi joven compañera como si fueran un libro abierto ante mí. En ellos podía ver excitación y entusiasmo, pero también miedo. Era de esperar.

Llegamos cuando el Sol, que había mudado su tono amarillento por un naranja rojizo, amenazaba ya con ocultarse en el horizonte. A un par de Kilómetros podíamos ver la montaña y la entrada a la gruta. Ése era el lugar. Buscamos un lugar en el que pudiéramos ocultarnos, nos quitamos las mochilas y nos dispusimos a esperar. Mi ayudante contempló su primer anochecer en este oficio, mientras que yo hacía años que había perdido ya la cuenta.

El manto oscuro de la noche cubrió la tundra y la luna llena se alzó regia en el cielo, acompañada de séquito de estrellas. A pesar del frío y de la incomodidad de nuestro escondite, era difícil no disfrutar del magnífico espectáculo que nos ofrecía la naturaleza. Cuando uno pasa su vida en una ciudad olvida lo impresionante que puede llegar a ser la noche en mitad de la nada. Acostumbrados a la luz artificial, también tendemos a olvidar que incluso la noche más luminosa es ciertamente oscura.

Un movimiento me sacó de mis pensamientos. Nuestra presa salió de la cueva como una sombra que se deslizase entre las grietas de la roca, desde las profundidades insondables del abismo. Salía a cazar una noche más. Había observado en solitario sus idas y venidas durante toda la semana, de manera que sabía que tardaría más de tres horas en volver. Teníamos que aprovechar ese tiempo para familiarizarnos con el terreno, de manera que esperamos unos minutos desde su salida y nos dispusimos a explorar su guarida.

Nos acercamos cautelosos, sacamos las linternas de la mochila y las encendimos. Lo primero que hice fue enfocar el suelo y asentí satisfecho al comprobar que parecía firme y liso. Una mera torcedura de tobillo podía ser letal en este trabajo. Pero la sonrisa me duró poco, porque nada más entrar el fétido aire del interior nos golpeó con fuerza. Yo contuve una arcada y me puse mi pañuelo sobre la nariz y la boca. La chica estuvo a punto de vomitar, pero tras salir un instante a la frescura de la noche logró serenarse, se colocó el pañuelo y volvió dentro. Si hubiera vomitado habríamos tenido que abortar la cacería.

La cueva era pequeña y, tras avanzar unos pocos metros fue evidente la fuente del hedor. Nuestra presa había acumulado una gran cantidad de cadáveres al final de la cueva, los restos de sus festines nocturnos. Había algunos animales, pero la mayor parte de los despojos eran humanos. Mi ayudante encontró un montón de objetos apilados, sin duda trofeos obtenidos de las víctimas que yacían a pocos metros. Había desde carteras y relojes a jirones de ropa cubiertos de sangre. Abrió una cartera con asombro para mostrarme que estaba repleta de dinero. Sonreí. Ella aun no lo entendía, pero estaba a punto de descubrirlo: aquello no era humano. El dinero no tenía ningún valor para él.

Explorada la gruta, regresamos a nuestro escondite y nos dispusimos a esperar. Tardó cuatro horas en volver. Arrastraba con su brazo derecho a un hombre que gritaba y se debatía intentando liberarse.  A pesar de que era un tipo corpulento lo arrastraba con gran facilidad, sin duda recreándose en su sufrimiento. No podíamos hacer nada. Solo esperar. Tardó poco menos de una hora en dejar de gritar, pero los ecos que su voz originó en nuestras mentes nos acompañarían el resto de nuestros días. Después de eso, el silencio se tornó opresivo e intimidante, pero ninguno de los dos nos atrevimos a romperlo, de modo que aguardamos al alba sin emitir un solo sonido.

Como cada mañana, finalmente la luz se impuso a la oscuridad y el Sol nos bañó con sus cálidos y reconfortantes rayos. Nuestra presa era nocturna y estaba ahíta, de modo que debíamos aprovechar las horas diurnas para atacar durante su letargo. Preparamos el equipo con calma, para darle tiempo a sumirse en un plácido sopor y nos dirigimos de nuevo a su guarida. Para esta ocasión escogí un lanzallamas portátil, del tamaño de una pistola grande y capaz de disparar una única descarga de napalm, mi fiel machete bañado en plata y una escopeta cargada con balas sólidas. La chica escogió un fusil, otro machete argénteo y un par de granadas. La miré a los ojos. Si usaba las granadas dentro de la cueva probablemente no saldríamos vivos. Estuve a punto de censurarla, pero cuando me devolvió la mirada vi que ella ya lo sabía. Un as en la manga. "Vale, tú misma", pensé.

Acoplamos las linternas a la escopeta y el fusil y entramos. Cuando fijaba la luz al arma, me quedé mirando la cruz grabada en el cañón del arma y no pude evitar sonreír. Era irónico que todas nuestras armas llevaran el símbolo de Cristo grabado, aunque probablemente no era del todo inapropiado. La novata chasqueó la lengua, irritada por mi parsimonia. Sonreí de nuevo y entré en la cueva, mientras le hacía un gesto con  la mano para que me siguiera de cerca. Me moví despacio, midiendo cada paso, cada respiración y cada latido del corazón. Moví el arma de forma que la linterna recorriera meticulosamente cada centímetro de pared antes de seguir avanzando, mientras la chica hacía lo posible por mantener la calma. Estaba tan excitada que por un momento pensé que iba a apartarme de un empujón y tomar la iniciativa. Ojalá lo hubiera hecho.

Oí un ruido a mi espalda y vi por el rabillo del ojo como una sombra descendía a gran velocidad desde una grieta del techo. Me giré justo a tiempo para ver como la criatura se abalanzaba sobre ella. Tenía la apariencia de un hombre alto y delgado, pero carente de toda vida. Solo había algunos girones de pelo blanco en su cabeza, sus orejas acababan en punta y tenía dos grandes colmillos que atravesaron la carne de mi ayudante como un cuchillo caliente la mantequilla. Ella gritó y forcejeó, pero él la sujetó por los brazos con una fuerza sobrehumana mientras le arrancaba lenta y dolorosamente hasta la última gota de vida de su interior. Y mientras, con el rostro inexpresivo, se me quedó mirando a los ojos. Los ojos del vampiro eran un pozo de negrura que me contemplaba,  mostrándome el infinito vacío que albergaba su alma. No podía apartar la mirada, preso del horror. Entonces una voz celestial acudió en mi salvación, rebelándome qué debía hacer: "¡Fríelo, joder" dijo mi ayudante con su último aliento.

Apunté el lanzallamas contra el monstruo y descargué el infierno sobre él. Aulló, saltó y se retorció, pero nada podía hacer para escapar de las llamas purificadoras. Mientras, me arrodillé ante el cuerpo en llamas de la chica, que mostraba en su rostro la paz que solo conocen los que ya han abandonado este mundo. ¿Cómo había podido ocurrir? La bestia debía estar dormida. Siempre ocurría de ese modo ¿Qué...? Entonces, vi como al lado de su cuerpo, ardía un pequeño objeto de piel, que debía de habérsele caído al vampiro. Era la cartera que le mostrara la joven. Estaba vacía. Le había dicho que el dinero no significaba nada para los vampiros y ella lo había cogido. Una vida perdida por no medir las palabras. Pero ya nada podía hacer, nuestra cruzada no dejaba de ser una guerra y en toda guerra hay muertes en ambos bandos.

Miré alrededor y vi el cuerpo ya inmóvil del vampiro ardiendo fuera de la cueva, pero también que los cadáveres y los trofeos acumulados habían empezado a arder. Salvé lo que pude del equipo y, con los ojos llorosos, salí de entre las llamas y el humo para seguir enfrentándome a nuestro enemigo.

3 de julio de 2015

Dulzura

Bombones
Dulzura

Salió de la oficina tarde, como venía siendo costumbre y declinó amablemente la invitación de sus compañeros a tomar una copa rápida antes de ir a casa. Sabía muy bien que nunca era una copa y que podían pasar horas antes de que sus compañeros emprendieran el camino de vuelta a sus hogares. No podía comprenderles. Él, como cada día, estaba deseoso de llegar a casa para poder estar con su mujer. Hacía años que ella había llegado a su vida y a su casa, pero aun le pesaba estar siquiera unas horas alejado de su lado. Sonrío para sí. Hoy le llevaría un regalo.

Se dirigió a una pastelería artesana de cierta reputación y que vendía unos bombones deliciosos. Miró el reloj. Estaban a punto de cerrar, así que aceleró el paso mientras su mente divagaba sobre lo irónico de su regalo. A su mujer le encantaba que le comprara bombones, podía verlo en su cara cada vez que aparecía con ellos por la puerta, pero siempre acababa comiéndoselos él si no quería que se echaran a perder. Así eran las mujeres, reflexionó, lo que más les importaba era saber que sus maridos pensaban en ellas.

Llegó al local justo a tiempo y, con una mirada de disculpa a la dependienta, que ya recogía para cerrar, le pidió una caja de bombones envuelta para regalo. La mujer sonrió. Ya le conocía y sabía que aproximadamente una vez al mes le compraba bombones a su mujer. Siempre llegaba cuando estaban a punto de cerrar, pero como siempre era amable a la mujer no le importaba. Además era agradable ver como se le iluminaba el rostro y la voz se le colmaba de ternura al hablar de su pareja. Era indudable que la amaba.

Llegó a su casa y abrió la puerta. Encontró a su amada en el sofá, frente a la televisión, donde la había dejado por la mañana. Ni siquiera volvió la cabeza para mirarle. A él no le importó, porque sabía que ella era así. Caminó hasta interponerse entre ella y la televisión, le mostró los bombones y le dio un beso. Ella no reaccionó, ni mudó su gesto, pero él sabía que estaba encantada. ¿Cómo no iba a estarlo, si los había comprado para ella? ¿Cómo no iba a ser feliz, si él la amaba como nunca había amado?

Entonces vio que el rostro de ella se iluminaba y que era dichosa por tenerle a su lado. Pocas personas eran capaces de leer en la expresión de una muñeca a escala real; pero él si podía, porque la quería con toda su alma.

28 de junio de 2015

El encuentro



montaña nevada


El encuentro

Hambriento y cansado, caminaba con paso lento pero decidido por el terreno traicionero y gélido. A lo lejos, en la distancia, sus ojos a duras penas podían divisar el templo ubicado en la escarpada ladera de la montaña. Cerró los ojos y aspiró el puro y frío aire del Himalaya. No necesitaba ver el templo para saber donde estaba; podía sentir la paz que emanaba de él incluso sumido en la soledad de la montaña. A pesar de ello, cuando volvió a abrir los ojos se sintió reconfortado al intuir los colores blanco, dorado y rojo del edificio. Volvió a emprender el largo camino.
 
En aquella época del año el suelo estaba recubierto de una blanca capa de nieve, en la que apenas se intuían las huellas de algunos animales. Pocos se aventuraban por aquellos parajes en invierno. Menos aun lo hacían solos. Pero él era diferente, sus pies desnudos apenas sentían el gélido contacto de la nieve y su torso descubierto desafiaba al viento del norte. Él había aprendido a sobrevivir al frío, él estaba hecho para el invierno.
 
Como si despertara de un dulce sueño, oyó un murmullo al que no estaba acostumbrado. No era bestia alguna, ni arroyo, ni tampoco el arrullo del viento. Se acercó cauteloso, incitado por la más genuina curiosidad. Era indudable que en un solo día sus ojos absorbían más belleza del entorno de la que muchos contemplan en toda su vida, pero no se podía decir que su existencia estuviera plagada de novedades.
 
Era un grupo de hombres. Hombres extraños que hablaban en una lengua extranjera. En toda su vida, él solo había conocido a sus hermanos budistas y lo que vio incrementó su curiosidad. Los observó en la distancia, oculto entre unos árboles, pues no deseaba molestarles. Llevaban gruesos abrigos de exóticos materiales y vivos colores. Algunos vestían colores parecidos a los de los monjes, en tonos rojos y anaranjados, pero otros vestían tonos azules o incluso multicolor. Su pelo no estaba afeitado y algunos incluso lucían una larga barba. Pero lo que más llamó su atención es que eran muy ruidosos.
 
De repente uno de ellos le vio y, tras señalarle, dijo una palabra en su idioma. El resto reaccionó rápidamente, cogió sus herramientas y se dirigieron a su encuentro. Él salió de entre la vegetación, con las manos alzadas, avergonzado de haberles estado espiando y algo excitado ante la idea de entablar contacto con ellos. El primer contacto tomó la forma de un disparo de rifle en las entrañas.
 
Él sintió un terrible dolor, notó como le ardía el abdomen y vio la nieve teñida de sangre. En dos zancadas llegó al hombre que le había disparado, lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó más de veinte metros hacia adelante. El ruido que hizo su cuello al romperse contra un árbol fue terrible. El resto siguieron disparándole y repitiendo aquella horrible palabra. Él se sumió en el dolor y la rabia, su visión se volvió roja y se  abandonó al más primario de los instintos. En apenas unos segundos estaba de rodillas en la nieve, rodeado de los cadáveres de aquellos hombres.
 
Se puso en pie con dificultad y miró de nuevo al monasterio en la lejanía. No pudo evitar romper a llorar. ¿Cómo iba a explicar a sus hermanos lo que había hecho? ¿Podrían perdonarle? ¿Podría perdonarse a sí mismo? Solo había una manera de responder a aquellas preguntas, de modo que, con paso renqueante y débil, emprendió de nuevo el camino al templo. Probablemente moriría antes de llegar, pero eso no le importaba, su destino ya no estaba en sus manos. Él haría lo que debía hacer.
 
Para su sorpresa, en el largo camino, más que el terrible dolor de sus heridas, más que el hambre y el frío, una sola cosa le atormentaba. La terrible palabra que pronunciaran aquellos hombres mientras trataban de acabar con su vida: "Yeti"



22 de junio de 2015

Ojos de Gato

gato sobre cómoda


Ojos de Gato

Pasaba ya de la medianoche y la mujer continuaba tendida en el sofá del salón viendo la televisión. Las luces estaban apagadas, las ventanas abiertas y el ventilador oscilaba quedamente proporcionando una tenue brisa, pero aun así el verano se hacía notar. El hecho de que el gato permaneciera acurrucado sobre su regazo tampoco ayudaba a la mujer a permanecer fresca, precisamente.

Cambió una vez más de canal, repasando toda la programación vespertina con los ojos entreabiertos. Se caía de sueño. Pero al día siguiente tenía que ir a trabajar después de una semana de vacaciones y no quería que sus días libres terminaran tan pronto. Una vez se fuera a dormir ya sería otra vez lunes... Aguantó unos minutos más, aunque desde luego no fue porque le gustara lo que veía porque, a esas horas, lo más interesante que ponían en televisión eran los programas de teletienda. Finalmente empezó a moverse y el gato emitió un maullido indignado. La mujer sonrió y le acarició entre las orejas.

Ella se levantó, apagó el ventilador y la televisión. El piso quedó únicamente iluminado con la claridad proveniente de las farolas de la calle y la mujer empezó a dirigirse con paso renqueante a su habitación. Estar durante horas en una misma postura para que tu gato esté cómodo tenía esas cosas. Entonces se giró hacia el sofá. El gato seguía allí. Normalmente, en cuanto ella se iba a la cama el gato la seguía. Normalmente a partir de las once el gato ya la estaba esperando ante el umbral de la puerta, maullando para recordarle que era hora de dormir. Pero esa noche no.

Lo llamó, le ofreció comida, incluso lo cogió para entrar con él en la habitación. El gato no acudió y, en cuanto se percató de que intentaba llevarlo a la habitación, el animal saltó bruscamente de sus brazos y volvió al sofá. Ella se lo quedó mirando, desconcertada y el gato maulló. ¿Por qué no quería entrar el gato a la habitación? Entonces ella se giró hacia su habitación y vio la ventana abierta de par en par y la cortina ondeando con una suave brisa invisible... ¿Qué había en la habitación?

Se armó de valor y logró situarse junto al umbral de su dormitorio para accionar el interruptor de la luz. El corazón le latía desbocado. Encendió la lámpara y recorrió toda la habitación con la mirada, ansiosa. No vio nada. Pero podía sentir que había algo. En lo más recóndito de su ser, en lo más profundo de sus entrañas, supo que había algo en la habitación esperando a que se durmiera. Algo terrible.

Se puso un calzado cómodo y la ropa que había llevado a lo largo del día y que había dejado sobre una silla del comedor. Cogió al gato, su bolso y su portátil y salió del piso en dirección a casa de su hermana. Gracias a Dios ninguna de esas cosas estaba en su habitación. Mientras conducía su coche de madrugada, pensó que al día siguiente pondría a la venta su apartamento a buen precio. Contrataría a un agente. Ella no pensaba volver.

Y así fue como María volvió a nacer.

17 de junio de 2015

Masai

León caminando por el Masai Mara


Masai

Recuerdo aquella tarde como si hubiera sido ayer. Caminaba bajo el ardiente Sol de la sabana acompañado por mi guía, yo armado con mi cámara y él con su rifle. Aún sonrío cada vez que pienso en su franca sonrisa y sus respetuosos modales. También me río a carcajadas cada vez que recuerdo la cara que ponía cuando me veía untarme todo tipo de ungüentos para protegerme del Sol. A él no le hacían falta y estoy seguro de que pensaba que yo estaba algo loco por embadurnarme con aquella grasa blanquecina, pero era demasiado educado como para decírmelo. Por aquél entonces yo era un fotógrafo freelance y había viajado a Kenia para capturar imágenes de su fauna y su flora. Ese día en concreto estábamos tras la pista de dos leones hermanos que habíamos divisado a lo lejos en varias ocasiones. Pero claro, yo quería primeros planos.

Estábamos buscando un lugar que ofreciera una buena perspectiva de la zona, para sentarnos a esperar. No nos habíamos alejado demasiado del coche (nunca lo hacíamos) cuando noté que algo iba mal. Como siempre, la principal señal para un europeo de que algo va mal en la sabana africana, era que mi guía estaba inusualmente alerta. Me quedé mirándole, a la espera de instrucciones. Entonces, sus ojos se abrieron y señaló hacia adelante. Era un león, un enorme león macho de imponente melena y poderosa complexión. Era uno de los dos hermanos que estábamos siguiendo.

La criatura estaba a unos trescientos metros de nosotros y se nos quedó mirando fijamente. Mi compañero permaneció absolutamente inmóvil, pero yo no pude evitar el impulso y cogí la cámara para capturar alguna imagen de tan magnífico animal. Al parecer, no le gustó. Tan pronto me moví, la bestia empezó a correr hacia nosotros. Mi guía chistó, disgustado por mi imprudencia, apuntó su rifle y disparó. El arma, que había visto tiempos mejores, se encasquilló. Entonces él me agarró del brazo para obligarme a seguirle y emprendió la carrera hacia el coche. Recuerdo que me gritó algo en su lengua que no entendí. Siempre he pensado que dijo "¡Corre, idiota!", probablemente por la exactitud y adecuación a las circunstancias.

Él me tomó ventaja rápidamente, ya que su forma física era mucho mejor que la mía. Pero, por si mi estupidez y mi lentitud no fueran suficiente motivo para la selección natural, intervino también mi torpeza. Tropecé y me caí al suelo de bruces. Desde mi posición, pude ver como el guía estaba abriendo la puerta del copiloto del coche y accediendo a la guantera. Buscaba la pistola. Entonces me di la vuelta y me incorporé tan rápido como pude. Tenía al león encima. Apenas estaba a cinco o seis latidos de mi y en ese momento mi corazón latía a toda velocidad. Recuerdo que pensé que era mi final. Pero me equivoqué.

Un grito hendió el aire y el león se detuvo en seco. Se giró para ver cómo un hombre prácticamente desnudo y apenas armado con un palo corría hacia él. Era un hombre negro de casi dos metros de altura, vestido con una especie de túnica roja que corría con largas zancadas. Su largo cabello recogido vibraba con cada paso y su vigoroso brazo sostenía en alto una lanza. Pero lo que más me llamó la atención fueron sus ojos, pues tenían una mirada profunda y serena que parecía capaz de ver más allá de lo mundano. A pesar de la distancia, pude ver reflejada en sus ojos la muerte del león. Él también debió verla. Tan pronto divisó al hombre, el león huyó en dirección opuesta, dejándome a mí todavía aterrorizado y también un poco sorprendido de no estar muerto.

Cuando el hombre llegó a mi altura, me sonrió y me miró a los ojos. Aquellos ojos conservaban la dureza con la que habían mirado al león, pero había también en ellos dulzura y curiosidad. Me preguntó algo en su idioma. Yo, un poco aturdido, le dije "Muy bien, gracias". Él no me entendió, pero sonrió de nuevo. Entonces llegó mi guía y se puso a hablar con él, se abrazaron y el extraño siguió su camino. Recuerdo que entonces le pregunté a mi compañero que si los leones temían tanto al ser humano como para huir de él, por qué nos había atacado aquél animal a nosotros. Mi guía me respondió que el león no teme a los hombres, sino a los guerreros. El león teme al Masai.