28 de junio de 2015

El encuentro



montaña nevada


El encuentro

Hambriento y cansado, caminaba con paso lento pero decidido por el terreno traicionero y gélido. A lo lejos, en la distancia, sus ojos a duras penas podían divisar el templo ubicado en la escarpada ladera de la montaña. Cerró los ojos y aspiró el puro y frío aire del Himalaya. No necesitaba ver el templo para saber donde estaba; podía sentir la paz que emanaba de él incluso sumido en la soledad de la montaña. A pesar de ello, cuando volvió a abrir los ojos se sintió reconfortado al intuir los colores blanco, dorado y rojo del edificio. Volvió a emprender el largo camino.
 
En aquella época del año el suelo estaba recubierto de una blanca capa de nieve, en la que apenas se intuían las huellas de algunos animales. Pocos se aventuraban por aquellos parajes en invierno. Menos aun lo hacían solos. Pero él era diferente, sus pies desnudos apenas sentían el gélido contacto de la nieve y su torso descubierto desafiaba al viento del norte. Él había aprendido a sobrevivir al frío, él estaba hecho para el invierno.
 
Como si despertara de un dulce sueño, oyó un murmullo al que no estaba acostumbrado. No era bestia alguna, ni arroyo, ni tampoco el arrullo del viento. Se acercó cauteloso, incitado por la más genuina curiosidad. Era indudable que en un solo día sus ojos absorbían más belleza del entorno de la que muchos contemplan en toda su vida, pero no se podía decir que su existencia estuviera plagada de novedades.
 
Era un grupo de hombres. Hombres extraños que hablaban en una lengua extranjera. En toda su vida, él solo había conocido a sus hermanos budistas y lo que vio incrementó su curiosidad. Los observó en la distancia, oculto entre unos árboles, pues no deseaba molestarles. Llevaban gruesos abrigos de exóticos materiales y vivos colores. Algunos vestían colores parecidos a los de los monjes, en tonos rojos y anaranjados, pero otros vestían tonos azules o incluso multicolor. Su pelo no estaba afeitado y algunos incluso lucían una larga barba. Pero lo que más llamó su atención es que eran muy ruidosos.
 
De repente uno de ellos le vio y, tras señalarle, dijo una palabra en su idioma. El resto reaccionó rápidamente, cogió sus herramientas y se dirigieron a su encuentro. Él salió de entre la vegetación, con las manos alzadas, avergonzado de haberles estado espiando y algo excitado ante la idea de entablar contacto con ellos. El primer contacto tomó la forma de un disparo de rifle en las entrañas.
 
Él sintió un terrible dolor, notó como le ardía el abdomen y vio la nieve teñida de sangre. En dos zancadas llegó al hombre que le había disparado, lo alzó sobre su cabeza y lo arrojó más de veinte metros hacia adelante. El ruido que hizo su cuello al romperse contra un árbol fue terrible. El resto siguieron disparándole y repitiendo aquella horrible palabra. Él se sumió en el dolor y la rabia, su visión se volvió roja y se  abandonó al más primario de los instintos. En apenas unos segundos estaba de rodillas en la nieve, rodeado de los cadáveres de aquellos hombres.
 
Se puso en pie con dificultad y miró de nuevo al monasterio en la lejanía. No pudo evitar romper a llorar. ¿Cómo iba a explicar a sus hermanos lo que había hecho? ¿Podrían perdonarle? ¿Podría perdonarse a sí mismo? Solo había una manera de responder a aquellas preguntas, de modo que, con paso renqueante y débil, emprendió de nuevo el camino al templo. Probablemente moriría antes de llegar, pero eso no le importaba, su destino ya no estaba en sus manos. Él haría lo que debía hacer.
 
Para su sorpresa, en el largo camino, más que el terrible dolor de sus heridas, más que el hambre y el frío, una sola cosa le atormentaba. La terrible palabra que pronunciaran aquellos hombres mientras trataban de acabar con su vida: "Yeti"



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