6 de diciembre de 2018

Arriero


Arriero

El arriero avanzaba penosamente por el sendero conduciendo a su recua de animales prácticamente a ciegas. La espesa lluvia creaba un manto denso e impenetrable que impedía al hombre ver más allá de un par de metros de su propia nariz. En circunstancias normales se habría detenido allá donde estuviese, resignado a sufrir el aguacero, por temor a que uno de sus animales trastabillara y se rompiera una pata. Pero sabía que no podía estar lejos. En la aldea le habían indicado cómo llegar a la mansión de un próspero terrateniente que podría estar interesado en su mercancía. Transportaba buen cuero y útiles de calderería, siempre necesarios en un palacete. Por no hablar de tallas en madera noble y otras chucherías que podían hacerle ganar un buen pellizco. Pero lo que más le importaba en ese momento era que, aunque no comprasen sus enseres, a buen seguro le proporcionarían cobijo y un plato caliente.

Cuando el hombre ya temía haberse perdido en alguna de las bifurcaciones y pensaba que debería pasar la tarde (y quizá la noche) padeciendo las inclemencias de la intemperie, el sendero se abrió en un claro. Pero lo que hizo sonreír al arriero fue la tenue luz que divisaba a través de la lluvia, que le hizo pensar en pan, sopa de ajo y calentarse ante una chimenea. Unos pasos más descubrieron ante él, la inmensa masa de un caserón construido en madera. La densa lluvia y la luz que se filtraba a través de los postigos cerrados de las ventanas le daban una apariencia ominosa y fantasmagórica, pero probablemente cualquier lugar la tendría en aquellas circunstancias. Desde luego no era lo que se esperaba cuando le hablaron de una mansión y sus esperanzas de venta disminuyeron, pero no así su ansia de refugio. Al menos, junto al edificio principal había un pequeño establo en el que podría dejar a las mulas.

Voceó el arriero, anunciando su presencia, pero nadie le contestó. A pesar de su natural prudencia, la gélida lluvia que aguijoneaba su cuerpo y un incipiente dolor de garganta le ayudaron a decidirse a entrar en el establo sin ser invitado. Liberó a las mulas de carga y correajes, salió del establo y cerró la puerta tras de sí, decidido a volver para alimentar y abrevar a los animales tan pronto se hubiera presentado al señor de aquella casa. Mientras caminaba rápidamente el corto trecho hasta la puerta del caserón reparó en el deteriorado estado de la finca. Maderas desvencijadas, cuando no podridas, los postigos de las ventanas agrietados... No pudo evitar sentir pena al pensar que muy pobres tenían que ser, en verdad, los aldeanos para confundir aquello con una mansión. Por supuesto, parte de su tristeza se debía también a constatar que no haría tan buen negocio como había esperado.

Llegó a la puerta y se detuvo, agradecido de que un pequeño porche le proporcionara abrigo mientras recuperaba el aliento y se frotaba las manos, ateridas de frío. Tras unos instantes, suspiró y llamó firmemente a la puerta. Esperó lo que le pareció una eternidad, pero no hubo respuesta. Había llamado con fuerza, si no hubiera visto la luz que se filtraba a través de las ventanas, habría pensado que la casa estaba vacía ¿Temerían que fuera un bandido? Volvió a golpear la puerta, aun con mayor insistencia:

- Ábranme, señor. Sólo soy un honrado arriero. Traigo talabartería y también calderos y cuchillos. Ando en busca de quién me compre y, si tienen la bondad, de un resguardo de la lluvia y quizás un plato caliente.

De nuevo le respondió el silencio. El arriero, desconcertado, empezaba a plantearse pasar la noche en el establo junto a sus mulas cuando por fin se abrió la puerta. Ya miraba resignado en dirección al establo cuando el agudo chirriar de las bisagras le sobresaltó. Al girarse, encontró ante sí a una mujer menuda, de edad avanzada y aroma intenso y desagradable que lo miraba fijamente. Su largo cabello blanco le llegaba hasta la cintura, enredado y lleno de nudos. Su arrugado rostro mantenía una expresión hosca y sus finas manos, de largas uñas, jugueteaban inquietas. El hombre había esperado encontrar un terrateniente anciano, venido a menos, tal vez con su esposa, hijos y algunos criados. Aquella mujer no encajaba para nada en ese esquema, bastaba una sola mirada para saber que ella no rendía cuentas a ningún señor.

- ¿Quéeeeee? - dijo la vieja con un graznido acusador.

- ¿Perdón? - respondió el arriero, cada vez más desconcertado.

- ¿Qué quieres? - repitió, esta vez con una voz más humana.

- Soy... Soy arriero - dijo con un hilo de voz.

- Yo soy, soy, Juana - dijo la vieja con una sonrisa sardónica.

- Vendo talabartería, calderería y aun más cosas - el hombre dudó - Y podría hacer algún arreglo en la casa, si vuesa merced... - dejó la frase en el aire, pero la mujer continuó mirándole fijamente en silencio - No, claro. Agradecería, entonces, algo caliente y un lugar junto al fuego para pasar la noche. Puedo pagarle, si fuera necesario.

- Mi hospitalidad no está en venta- dijo la vieja firme, después miró al hombre de arriba abajo y fijó su mirada en la densa lluvia a sus espaldas, entonces compuso un gesto de desagrado - Pasa, te daré algo que te haga entrar en calor.

El arriero entró con paso vacilante. La casa constaba de una sola estancia enorme, salpicada de columnas de madera y repleta de mugre. El cargado olor a hierbas, humo y podredumbre saturó las fosas nasales del hombre, que sufrió un mareo durante algunos segundos. Al recuperarse, lo primero que atrajo su atención fue el danzante fuego de una enorme chimenea. Ante ella, habían dispuestas tres sillas que habían visto tiempos mejores y a los pies de éstas, una enorme piel de lobo gris hacía las veces de alfombra.  La chimenea estaba situada en la parte posterior de la casa, de modo que para llegar a ella había que sortear varias mesas repletas de todo tipo de objetos, amén de un sinnúmero de cachivaches esparcidos por el suelo. El arriero pudo identificar animales disecados, extraños amuletos de ámbar y hueso tallado y botellas y odres que contenían extraños líquidos. Empezó a caminar arrastrando los pies, para evitar tropezarse sin verse obligado a mirar al suelo. Aquella no era la casa de ningún terrateniente.

- Mu... Muchas gracias - se las arregló para decir el arriero, que había empezado a sudar a pesar de que continuaba helado de frío - Pero un lugar frente al fuego bastará, no... no quisiera molestar.
- Tonterías - dijo la anciana tras un silencio suspicaz - Tomarás caldo caliente - su tono dejaba claro que se trataba de la simple exposición de un hecho, algo que iba a ocurrir con tanta certeza como sale el Sol por la mañana.
- Sí, señora - dijo el hombre,  mientras miraba como un gato negro salía de debajo de una pila de harapos - Tie... Tiene usted un gato negro - dijo sin pensar y empezó a sudar más profusamente, maldiciéndose en silencio por haber mirado hacia el suelo y por haber puesto en voz alta sus pensamientos.
- Sí - dijo la mujer mientras rebuscaba algo por la casa, sin darle la mayor importancia al comentario del arriero.
El hombre se sentó en una de las sillas ante el fuego, notando como el corazón se le aceleraba y se le secaba la garganta. Intentó quitarse de la cabeza todos los cuentos infantiles que había oído durante años y trató de reconfortarse con la calidez del fuego. No lo logró. El fuego ardía amenazador, proyectando horripilantes sombras a partir de todos y cada uno de los objetos al alcance de su luz. El arriero juraría incluso que había visto algunas sombras que no se correspondían con objeto alguno y que simplemente parecían danzar a sus anchas por el suelo, al compás que marcaban las llamas. Para evitar ver las sombras y tratando de serenarse, fijó su mirada en el fuego y reparó en las ennegrecidas argollas de hierro, de las que colgaba una cadena capaz de sostener un caldero inmenso. El arriero cerró los ojos y sacudió la cabeza, intentando librarse de aquellos pensamientos oscuros.

- Tiene usted un hogar enorme - dijo el arriero con una sonrisa nerviosa, incapaz de soportar más el silencio y las sombras - Seguro que hace usted un pote de lentejas inmenso.

- Ya no - dijo la vieja malhumorada - he perdido mi caldero. Que mala uva, con lo grande que es y no puedo encontrarlo - el malhumor en la voz de la anciana se tornó desesperación y el arriero temió que fuera a echarse a llorar.

- Yo tengo calderos - dijo el hombre al instante, palabras que surgieron más por instinto que fruto de su pensamientos - No tan grandes como el que podría caber aquí, pero sólidos y más que suficientes para preparar unas lentejas o un cocido. Le haré un buen precio, ya que me ha permitido calentarme en su fuego - al oler una venta, la inseguridad y el temor del arriero quedaron atrás y las palabras salieron cada vez más rápido de su boca, sin darle tiempo a pensar.

- ¡Tú! - dijo la vieja con voz atronadora y la estancia pareció sumirse en tinieblas durante un instante 

- ¡Tú has robado mi caldero para que te compre una de esas birrias que traes!

El arriero palideció al instante, incapaz de creer lo que acababa de ocurrir y temiendo lo que fuera a ocurrir a continuación.

- Devuélveme mi caldero - susurró la vieja con un tono que prometía muchas cosas y ninguna buena.

- Señora, por el amor de Dios... - empezó el arriero.

- ¡¿Por el amor de Dios?! - esta vez la voz de la mujer retronó en toda la estancia - ¡Dios no pinta nada aquí!

La mujer parecía crecer con cada paso que daba en dirección al arriero y era cada vez más amenazadora. Pronto el hombre se dio cuenta de que no se trataba de una ilusión. Los hombros se ensancharon, los dientes crecieron y todo su ser se cubrió de pelo hasta que una enorme osa parda de cabello entrecano, anciana pero poderosa, se irguió ante el arriero. La osa lanzó una dentellada al hombre, que evitó saltando hacia un lado. El arriero aterrizó a cuatro patas y gateó y camino corriendo como buenamente podía hacia la salida. Pero a un rugido de la osa, la puerta se cerró y el cerrojo se echó solo. El arriero se giró y miró a los ojos de la osa y se encontró con unos ojos humanos, con los ojos de la vieja bruja que lo contemplaban amenazantes. El hombre se santiguó. 

Aquello pareció provocar a la bestia, que cargó de nuevo contra él.

La osa descargó zarpazos y dentelladas contra el hombre, pero éste era joven y logró esquivarlos, mientras huía rodeando los muebles y arrojándolos en el camino de la osa para entorpecerla. Pero ambos sabían que era solo una cuestión de tiempo. La bruja sólo necesitaba un zarpazo certero para acabar con su impertinente persistencia aferrándose a la vida. Finalmente la bruja arrinconó al hombre en una esquina, sin posibilidad de seguir huyendo. éste blandió una silla, intentando alejar los dientes y las garras del animal de su cuerpo. Pero no tenía ante sí un estúpido animal, sino a una vieja astuta. Se irguió sobre sus cuartos traseros y con un poderoso golpe de su zarpa derecha desarmó al arriero. Después lo inmovilizó apoyando su zarpa derecha en su pecho, aprisionándolo contra la pared, mientras se preparaba para arrancarle de un mordisco el brazo, a la altura del hombro.

- ¡Abuela! - dijo una voz horrorizada desde la puerta, ahora abierta. Una niña de no más de diez años y la que sin duda era su madre observaban la escena desde el porche. La niña con una expresión de terror y la madre con un gesto reprobatorio.

Ante aquella visión, la bruja se retiró unos pasos y volvió a su forma humana. Su rostro se iluminó cuando miraba a la niña, pero mostraba también vergüenza.

- Cariño, no tengas miedo, no pasa nada - dijo la anciana en un tono tan dulce que no parecía la misma mujer que había conocido el arriero.

- Mamá, ¿qué estás haciendo? - dijo la mujer que había junto a la niña, dejando a ésta correr libremente a abrazar a su abuela.

- Este hombre me ha robado el caldero. No podía permitirlo - dijo la anciana - Tú sabes...

- No mamá, el caldero te lo quité yo. Ya no puedes tenerlo, eres un peligro. La última vez casi quemas la casa - dijo la mujer con un deje de dolor en el rostro. Después suspiró y se dirigió al arriero 

- Y tú ¿qué haces aquí?

- ¿Yo? - por un momento el arriero se había olvidado completamente de sí mismo, pasmado ante todo lo que había presenciado - Buscaba la mansión del terrateniente y debí perderme  con la lluvia. Llamé a la puerta pensando que era su casa y la... ella me ofreció un lugar en el fuego y algo caliente.

- Comprendo - dijo la mujer - te acompañaré ahora mismo a las puertas de la casa del terrateniente. A menos que quieras pasar la noche en el establo

- ¡No! - dijo el arriero y añadió raudo - No quisiera abusar de su hospitalidad.

- Eso suponía. Cielo - dijo la mujer refiriéndose a la niña - quédate con la abuela y dale la comida que le hemos traído. Yo vuelvo en seguida.

El arriero salió de la casa con la mujer, volvió a cargar y atar a sus mulas y emprendió camino a su lado bajo la lluvia, sin saber muy bien si considerarse desdichado o afortunado. Cuando ya llevaban unos minutos de camino, la mujer le dirigió la palabra por última vez en todo el camino a la casa del terrateniente.

- ¿Sabes qué te ocurrirá si cuentas lo que has vivido hoy, verdad? - dijo la mujer

- Supongo que me matarás o me convertirás en sapo - dijo el arriero

- No - dijo la mujer tras una breve risita - Si cuentas lo que te ha ocurrido hoy te tomarán por loco y pasarás el resto de tus días sufriendo porque nadie te cree y siendo evitado por tus vecinos. Piensa en qué creerías tú si alguien te hubiera contado una historia como la tuya.

Y el arriero pasó el resto del camino pensando en las palabras de aquella mujer.

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