14 de junio de 2015

Monstruos en la noche

cabaña


Monstruos en la noche

Por segunda vez en lo que va de noche, llora. Apoyada en la pala con la que acaba de enterrar a su primogénito, mezcla sus lágrimas salobres con la lluvia que el cielo derrama sobre el bosque. Gime y solloza desconsolada. Y yo no puedo abrazarla, porque estoy muerto.

Llegaron al caer la noche, de algún modo encontraron nuestro rastro y aparecieron en la puerta de nuestra cabaña. Destrozaron la puerta a patadas e irrumpieron en nuestro hogar, armados con escopetas. Yo estaba encadenando a mi dulce esposa en el sótano, mientras nuestro hijo esperaba arriba, jugando frente a la puerta. Oímos claramente el estruendo del tiro.

Cogí un hacha y subí corriendo las escaleras, desesperado por acudir en ayuda de mi hijo. Ya era tarde. Su cuerpecito yacía postrado en un charco de sangre, como si fuera un muñeco roto. Su cara aun conservaba el rictus de sorpresa que lucía cuando lo mataron. Lo mataron. Los hombres me apuntaban con sus armas y me preguntaban, esperando una respuesta. Pero yo no podía entenderles. Solo había lugar en mi mente para lo que habían hecho. Enarbolé el hacha y lance un bramido de furia, mientras cargaba contra ellos. No fue muy inteligente. En apenas dos pasos, me acribillaron. En unos segundos yacía junto a mi hijo. Recuerdo que lo último que hice antes de morir fue coger su mano.

Entonces debería haberme ido de este mundo, pero no pude dejar sola a mi esposa. Ignoré la luz que me mostraba el camino hacia mi última morada, salí de mi cuerpo y bajé al sótano. Allí estaba ella, llorando, aun encadenada a la pared. Los hombres no me veían, pero habían bajado siguiendo mis pasos. Cuando la vieron, estallaron en carcajadas, esfumado el temor de sus rostros. Si pensaron que estaba indefensa, se equivocaron.

Aun sin el influjo de la Luna, cuando Diana vio mi sangre y la de su hijo en los ropajes de aquellos tipos, algo cambió en ella. Lanzó un aullido de pura rabia y todos los músculos de su cuerpo obedecieron a su llamada. Su cuerpo cambió para adoptar la forma de un inmenso lobo blanco, de ojos tan negros como la misma noche. Los hombres intentaron reaccionar. Prepararon sus escopetas, mascullaron maldiciones. Pero ya era tarde.

El lobo arrancó las cadenas con una furia nacida del más profundo dolor. Y las paredes se tiñeron de sangre.

En apenas unos instantes, el silencio regresó a la cabaña. Mi amada, de nuevo con forma de mujer, apenas cubierta por jirones de ropa y totalmente ensangrentada, subió las escaleras. Ya sabía lo que la esperaba. Sacó nuestros cuerpos y cavó sendas tumbas. Cerró nuestros ojos y depositó nuestros miembros con cuidado, como si quisiera que descansásemos cómodos por toda la eternidad. Después cubrió nuestros cuerpos con tierra. Sólo cuando nos dio reposo, se permitió derrumbarse.

Esa fue la última vez que mi esposa caminaría sobre dos piernas por este mundo.

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