Al caer la noche
El joven contemplaba a través del cristal de su ventana cómo caía la noche sobre el barrio de San Francisco. Mientras el espectro de luz cambiaba hasta sumir las calles en la oscuridad, el gesto del chico pasaba de una expresión serena a una sonrisa traviesa. Se deshizo de su oscura indumentaria de trabajo y permaneció un instante desnudo ante la ciudad que se extendía a sus pies. Iba a ser una gran noche.
Se vistió apresuradamente y en pocos minutos la abrumadora calidez de una taberna repleta lo abrazaba, como una madre al hijo pródigo que vuelve a casa. Todos allí eran viejos conocidos y regaron su encuentro con sidra en abundancia. Pero no solo de sidra vive el hombre e iniciaron la ruta nocturna acompañándola con pintxos y ocasionales destellos de caldos de la Rioja y cerveza. La peregrinación nocturna había comenzado.
El joven recorrió más locales, acompañado de un séquito cambiante. A medida que avanzaba la noche, la música estaba más alta y las bebidas eran más potentes. Tras las tabernas vinieron los bares musicales y, por último, las discotecas. En el ambiente caldeado de excitación vibrante, con la música palpitando en sus oídos y sus entrañas, él se entrego al éxtasis de la danza. Bañado en sudor, propio y ajeno, se perdía en comunión con la informe masa humana, cuya liturgia nocturna no era sino una ofrenda de vida.
Al amanecer, el joven despertó en su lecho tan desorientado como si hubiera muerto y resucitado. A su lado, una joven, completamente desnuda. No recordaba su nombre, ni cómo había llegado allí, pero la belleza de su rostro le conmovió y besó su frente antes de levantarse. Era tarde. Empezó a vestirse con su negro uniforme y recoger sus pertenencias esparcidas por el piso. Es artículo sabido que los excesos se pagan. Para saber hasta qué punto, sólo le hizo falta comprobar su cartera.
Antes de marcharse, preparó el desayuno a la joven y una carta de buenos días. Feliz como estaba por la gran noche vivida, se dijo que no podía concebir pecado más grande que no disfrutar la noche bilbaína. Con una sonrisa en los labios, se colocó el alzacuellos y el joven páter salió a hacer del mundo un lugar mejor.
El joven contemplaba a través del cristal de su ventana cómo caía la noche sobre el barrio de San Francisco. Mientras el espectro de luz cambiaba hasta sumir las calles en la oscuridad, el gesto del chico pasaba de una expresión serena a una sonrisa traviesa. Se deshizo de su oscura indumentaria de trabajo y permaneció un instante desnudo ante la ciudad que se extendía a sus pies. Iba a ser una gran noche.
Se vistió apresuradamente y en pocos minutos la abrumadora calidez de una taberna repleta lo abrazaba, como una madre al hijo pródigo que vuelve a casa. Todos allí eran viejos conocidos y regaron su encuentro con sidra en abundancia. Pero no solo de sidra vive el hombre e iniciaron la ruta nocturna acompañándola con pintxos y ocasionales destellos de caldos de la Rioja y cerveza. La peregrinación nocturna había comenzado.
El joven recorrió más locales, acompañado de un séquito cambiante. A medida que avanzaba la noche, la música estaba más alta y las bebidas eran más potentes. Tras las tabernas vinieron los bares musicales y, por último, las discotecas. En el ambiente caldeado de excitación vibrante, con la música palpitando en sus oídos y sus entrañas, él se entrego al éxtasis de la danza. Bañado en sudor, propio y ajeno, se perdía en comunión con la informe masa humana, cuya liturgia nocturna no era sino una ofrenda de vida.
Al amanecer, el joven despertó en su lecho tan desorientado como si hubiera muerto y resucitado. A su lado, una joven, completamente desnuda. No recordaba su nombre, ni cómo había llegado allí, pero la belleza de su rostro le conmovió y besó su frente antes de levantarse. Era tarde. Empezó a vestirse con su negro uniforme y recoger sus pertenencias esparcidas por el piso. Es artículo sabido que los excesos se pagan. Para saber hasta qué punto, sólo le hizo falta comprobar su cartera.
Antes de marcharse, preparó el desayuno a la joven y una carta de buenos días. Feliz como estaba por la gran noche vivida, se dijo que no podía concebir pecado más grande que no disfrutar la noche bilbaína. Con una sonrisa en los labios, se colocó el alzacuellos y el joven páter salió a hacer del mundo un lugar mejor.
¡Gracias por compartirlo! No será el tipo de relato que escribes, pero a mí me ha encantado. Un auténtico placer su lectura. ¡Gracias! ¡Bonito regalo! :-)
ResponderEliminarMuchas gracias. Tu comentario sí que es un regalo :-) Espero que mis próximas entradas te gusten tanto como esta
EliminarFantàstic, inesperat, uncrit a la vida.
ResponderEliminarExactament això volia fer. M'alegro molt que t'hagi arribat. Gràcies, company :-)
EliminarEsos otros mundos que son el nuestro. Fantástico relato -género no fantástico -.
ResponderEliminarGracias. Me alegro de que te haya gustado y me encanta la manera que has elegido para decirlo ;-)
Eliminar